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2022-10-22 19:57:40 By : Mr. sam cheung

Salgo del vehículo y un fuerte olor a quemado invade mis fosas nasales. Respiro lento, sintiendo como crujen las partículas de ceniza entre mis dientes y miro al cielo, en estos meses, siempre plomizo. Un sol naranja difumina sus rayos más allá de la perenne capa de humo que nos somete. La sensación corporal alterna entre una pesadez inmovilizante y las ganas de echar a correr para apagar alguno de los más de dos mil focos de incendios que en estos momentos arrasan la selva. Este impulso me acompañará durante toda la estancia. Miro a los dos lados de la carretera que nos conduce de Riberalta a Tumichucua: la Amazonía cada vez se ve más lejana, apenas vislumbro las copas de unos árboles allá en el horizonte. Entre ellos y nosotros, solo hay una inmensa llanura humeante salpicada con escasos troncos negros, sin ramas, como estandartes abandonados tras la batalla.

Los datos son obscenos: entre 1985 y 2020 se ha quemado, batiendo récords cada año, más del 16% de la selva de la Amazonía. Solo en el 2019, en Bolivia, ardió una extensión superior al tamaño de Costa Rica. En dos décadas el ecosistema podría colapsar.

Vuelvo a mirar los troncos carbonizados, me estremezco al entender su agonía. Los veo como lo que eran, seres que estaban vivos, habitantes milenarios de este planeta. Ellos son los héroes caídos por la violenta pulsión de unos culpables a los que es difícil poner cara. Una estructura aparentemente acéfala se esconde tras las pequeñas decisiones de campesinos sin recursos y, sobre todo, en las calculadas y conscientes acciones de terratenientes ávidos por expandir un modelo del agro basado en el ganado y en la soja, que cuenta con el respaldo político de gigantes de la región, como Brasil. Sea como sea, y más allá de las políticas, de las intenciones e intereses, descubro que el fuego es una presa difícil, no atiende a fronteras administrativas, muchas veces destruye las pistas sobre su propio origen, es insaciable y aunque pudo nacer de una mano culpable, una vez liberado, no tiene dueño.

Seguimos nuestro trayecto en dirección a la comunidad. Allá nos aguarda Esperanza Imanareco Ortiz, enfermera y responsable del Centro de Salud de Tumichucua, y su equipo de profesionales de salud. Es día de fiesta y emoción. La cumbia retumba fuerte a medida que nos acercamos a las primeras construcciones. Las instalaciones sanitarias se inauguran después de que un incendio local las arrasara. Nos ha llevado más de dos años obtener fondos para algo tan básico.

No es sencillo describir en pocas palabras el modelo de salud que impulsamos en esta región del norte de la Amazonía Boliviana. Son casi tres décadas de ir comprendiendo la realidad, de ir adentrándose en nuevas aventuras, de ir interrelacionando dimensiones que afectan a la salud de las personas. Un modelo que tiene su centro en lo público y que se sostiene gracias a no renunciar a una cooperación como la de antes; es decir, predecible y comprometida, sólida como diría Zygmunt Bauman. Un modelo que se adentra en otras esferas del desarrollo, esferas no catalogadas por los puristas como salud.

Aquí los centros de salud son un elemento más, importantísimos por supuesto, pero también lo son las cooperativas que procesan frutos amazónicos y que permiten, entre otros aspectos nada desdeñables, dar un sustento de vida a los habitantes de la región. Así me lo cuenta Casilda, sonriente con un gran racimo en mano que, junto con otras compañeras de su procesadora, lleva años reinventando los usos de la harina de plátano e introduciéndola en el mercado local de la región. O la modernización de los mercados para revitalizarlos y, a la vez, frenar enfermedades de transmisión alimentaria que se llevan por delante a cientos de niños y niñas cada año. Ni que decir de algo aparentemente básico, el cultivo en hogares y en los propios centros de salud de huertos diversificados que aportan vegetales, nutrientes y que son inspiración para nuevas recetas que poco a poco se instalan en la dieta de los habitantes, especialmente de los más jóvenes.

Visitamos cada una de las caras de este sueño poliédrico y vuelvo a sentir la energía que nace de lo genuino, de ir contracorriente, de sentir que, pese a que la vida no tiene sentido, algunos impulsos, por momentos, parecen rozar un buen propósito. Caminando entre aquel verdor, natural y cultivado, descubro en mi mente las imágenes incrustadas de árboles calcinados.

Llegamos al espacio festivo que han acomodado frente al centro y mientras esperamos a que arranque el evento, me detengo a mirar a todo el equipo. Durante toda la estancia me viene una y otra vez la expresión Rainbow Nation (nación arcoiris) que el arzobispo Desmond Tutu se sacó de la manga para no dejar a nadie fuera en una Sudáfrica muy susceptible ante las definiciones y etiquetas. Aquí está Rafael de Potosí y Jimena de La Paz, dos Collas (habitantes del altiplano al oriente del país), Gonzalo de Trinidad, Gabriel y Edwin de Riberalta y Conzuelo de San Buena Ventura, cuatro Cambas (término popular para denominar a los habitantes de las zonas bajas y selváticas, occidente del país) y María Angélica, boliviana de adopción y venezolana de nacimiento, Bolivariana de corazón. Miro los rostros, algunos hijos del altiplano, otros con rasgos criollos, pasando por matices indígenas amazónicos. Escucho sus acentos, tan bellos y dispares. Un crisol, un verdadero Rainbow Team. Pienso en la noción de plurinacionalidad que orgullosamente promulga el estado boliviano y sí, aquí sí, empiezo a entender un concepto que, muchas veces en la vieja Europa, busca explotar la diferencia y de paso alimentar antagonismos que, vistos desde la lejanía, se me antojan totalmente artificiales.

La jornada es emocionante. Hay risas y llantos. Siento cómo una parte de nuestras vidas está echando raíces en este paraíso amazónico. Imanareco Ortiz, la responsable del Centro de Salud de Tumichucua, no logra articular palabras cuando intenta hablar a los presentes. Se me hace un nudo en la garganta al ver a esa enfermera amar de forma tan honesta su profesión y poner en valor lo que acabamos de recuperar. Es tan importante saber de dónde venimos, conocer la valía que tienen las cosas, las relaciones y el esfuerzo. ¿Qué ocurre cuando perdemos esa perspectiva? Creo que nada nos sacia y caminamos en un difuso límite entre la consciencia y la alienación.

En el año 2015, el satélite Calipso de la NASA captó como el polvo del desierto del Sáhara viaja más de 6.000 km para darle a la Amazonía el fósforo que necesita. Sí, el desierto africano fertiliza la selva sudamericana. Este es el nivel de interconexión, a veces invisible a los ojos del humano, entre diferentes regiones del planeta. Hicieron falta siglos para comprender que estos dos paisajes antagónicos estaban más que conectados. Bajo un sol ya abrasador y una humedad casi embriagadora, medito sobre el concepto de la globalización. ¿Qué otros campos intangibles nos conectan y todavía no han sido descubiertos?

En los últimos años la salud mental ha ido ocupando un espacio de atención importante en las sociedades occidentales, aún lejos de lo que merece. Vuelvo a la enfermera Imanareco Ortiz, al valor de las cosas, a entender de dónde vienen, a conocer tu entorno. Pienso que igual es ese uno de los orígenes de tanta pena, dolor, depresión y ansiedad. Somos seres vivos con cada vez menos noción de la vida. Como explica Byung-Chul Han, las enfermedades de nuestro tiempo son la expresión de una crisis profunda de libertad. Atrapados en pantallas, bites y aplicaciones no entendemos lo que pasa a nuestro alrededor. Somos cada día más extraterrestres en nuestro propio planeta, dejamos atrás la libertad que nos otorgó la vida. Y aunque nos esforcemos en vivir ajenos a la evidencia del daño planetario y hundamos nuestras narices en una nueva distracción digital, ¿acaso la destrucción de la selva no puede marchitar las almas de ciudadanos al otro lado del océano?

Me siento a la sombra de un manzano brasilero. El suelo está cubierto por una irreal capa de finos pistilos fucsia que me acerca, más si cabe, a la sensación de estar en el paraíso. Don Teddy se sienta a mi lado. Me dice que siempre fue curioso, desde niño, y que eso le llevó a adentrarse en la selva para aprender de ella. “Hay plantas que necesitan conversar para que nos den el valor y el potencial de sanar”, me cuenta. Lleva más de 40 años curando a habitantes de la selva del norte de la Amazonía Boliviana. Plantas que necesitan conversar para que se presten a ayudarnos. Otra conexión invisible.

El flash de un anillo de fuego que se estrecha sobre nosotros ocupa mis pensamientos. En las próximas décadas podemos perder formas de vida, maneras de entender la salud, creencias, biodiversidad, modelos de cooperativas alternativos, mucho, mucho oxígeno y, sobre todo, belleza.

Al ver la magnitud de la tragedia, siento rabia al ser consciente de nuestras limitaciones. Pese a los términos grandilocuentes y las campañas mesiánicas de los aparatos de comunicación de algunas agencias y organizaciones, ya hace años que dejé de creer que es la cooperación la que va a salvar el mundo. Pero aquí siento que intentamos apagar un fuego con un vaso de agua. Ni los fondos ni las herramientas que tenemos están cerca de lo que necesitaríamos. Frustración en la mesa, un problema planetario que, una vez más, queremos resolver con migajas. Siento que tendríamos que emular a la naturaleza, siendo más orgánicos, pensando en tiempos a largo plazo, olvidando límites administrativos y buscando esas interconexiones invisibles.

Enfilamos el camino de regreso. Veo el matrix de la vida a mi alrededor. Todo parecía tan complicado y al final, todo es tan sencillo. De bien poco servirán los programas de salud, productivos o de educación. En realidad, de nada servirá lo que estén haciendo en este momento si desaparece el pulmón del planeta.

Paramos en la comunidad de Medio Monte y asisto a un milagro. La familia Peña nos ofrece un chibé de yuca (bebida típica de la zona) que refresca y sabe a gloria. A mi alrededor, lo que era terreno deforestado es ahora una frondosa selva. Quedan aliados, personas que desde abajo cambian realidades cercanas. Me emociono al sentir la sombra sobre mis espaldas de árboles que jamás hubiera imaginado que fueran replantados. Aquí están nuestros socios, personas que se han empeñado en plantarle cara a la deforestación y que, gracias al cultivo del cacao y del banano y de la recolección del asaí, han encontrado el equilibrio perfecto para seguir viviendo con la selva. Hay un sentido al esfuerzo y un flotador en este océano de desazón. Literalmente me abrazo a ellos, hermanos latinoamericanos, para despedirnos con un hasta pronto y con la convicción de seguir dando batalla, de seguir curando las heridas de nuestro bello planeta.

Ser seres vivos y luchar por salvar un árbol, luchar por recuperar tierra quemada, por volver a dar vida. Quién iba a decir hace 20 años que esa sería nuestra misión en las lejanas tierras amazónicas. Otra transformación, la última metamorfosis.

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